LOS PUENTES DE LA MEMORIA.36.“De como ha venido a falta un cielo de bronce que compita con el viento”.


Despierto con la imprecisa sensación de que hoy es domingo. Y lo es.

 

En la quietud de mi barrio, cuando el reloj me indica que faltan quince minutos para las diez, se percibe como innegable la jornada de descanso.

 

¿Saben cómo se llama mi barrio? Mi barrio se llama La Vega. Aunque la verdad ya no le quieren llamar así. La Vega era, esos recuerdan algunos, por que era eso... una enorme vega que partía de la calle Alberdi hasta el confín.  Aunque –según otros- copiaba el nombre de la población santiaguina que albergaba personajes tan picantes como los nuestros. La Vega sirvió de nombre hasta que se la saneó –tiempos de Nogar, fin del capítulo- después nos creímos más importantes. Hubo una vega  baja del Belgrano hasta el río, y otra alta más allá del Centro Deportivo. Hubo un club efímero con su nombre. Y una junta vecinal que unió a los más carenciados de Bilbao para allá, gente que afligidos tiempos de Consultas Populares, en un afán oficialista dio lugar al nombre de “25 de noviembre”. Pero no voy a hablar de mi barrio: estoy en mi barrio, el sin nombre, el sin campanas.

 

Es verano y en el aire, falto del viento fulgoroso de septiembre, trasuntan los ruidos de la ciudad latente: un auto que muy a lo lejos aúlla aceleraciones de un mecánico fortuito, y el cachorro que aletea ladridos, que son respuestas a un niño que es su amo y que ya juega por la vereda desierta.

 

Faltan de otro tiempo los sonidos particulares de una mañana calma. El ronronear del motor de la usina de Martínez, cuando esta se situaba en el centro de la ciudad y su gruñir se extendía hasta los confines del entonces pueblo; y la infaltable campana que ese domingo tendría que haber alertado a las madres -¡faltan quince minutos para la misa de diez!- la misa de los niños.

 

En la capilla de La Candelaria, el Padre Zink se habría prendido de ella y la habaría hecho cantar tantas veces como puntos tendría River en el certamen oficial. Tal vez su manipulación se habría constituido en aquel premio para alguno de los pibes que –sin ser monaguillo- aspiraba al circunstancial rango de sacristán.

 

Fue por otros años, cuando se nos acercó a Río Grande el Padre Prieto Fernández, que una monumental campana llenó de orgullo a los feligreses de entonces. Nadie advertía que estaba rajada y su inscripción latina indescifrable para tantos le daba un aura de reliquia y santidad.

 

Sin campanario en la parroquia se la levantó sobre una estructura de caños de más de ocho metros en la esquina del patio del colegio. Allí corría un segundo acólito que –generalmente con el sobrepelliz puesto- acompañaba con grave y acompasado sonido un ritmo de badajo que contrariaba a la cantarina voz de las dos campanas que se asomaban en lo alto del templo.

 

Límites de la ciudad eran desbordados por su canto y nosotros apurábamos los pasos para tratar, en todos los casos, de llegar a tiempo y firmar la asistencia –aun en esos días de vacaciones- ese pequeño cartoncito que al final nunca nos pedirían al retornar a los libros.

 

El ritual de las diez se preanunciaba a las nueve, y encontraba a las once el epígono de una mañana que nos tenía a los jóvenes de pie. Hasta que en la tarde, precipitando el crepúsculo, imponía con metálico sonido una advertencia que conseguía restar público a la futbolera barra del Club San Martín.

 

Un día que pasó inadvertido, quien sabe al amparo de los vientos de la primavera, se cayó la campana. Y otro más reciente silenció quebrando una soga, la cantarina voz de los pequeños bronces de la parroquia.

 

Cada tanto vienen a mi los recuerdos de algún imaginativo catequista que aseguraba la existencia de campanas construidas con cañones en tributo a la paz, y de un maestro que habló de campanas fundidas por las guerras de la fe. A veces después de alguna película de sangre y espadas, la sentimos, y se integraba a nuestro pensamiento el tañido de la pólvora.

 

Ha pasado ya mucho tiempo entre mi hoy y estos recuerdos.

La Parroquia del Carmen nació el ’76 sin campanas.

La Sagrada Familia consiguió las suyas, pero confieso: nunca conseguí oírlas.

La capillita de Chacra adolece de futuro.

La iglesia mayor que se levantó en Fagnano y Alberdi está esperando las suyas. Más de un despertar de domingo me llevará de vuelta al territorio abismal de mi infancia, cuando con Dios era todo más fácil.

 

Entonces, más por nostalgia que por la Providencia prometo volver a mi pueblo con campanas.  

 

Primavera de 1994.

 

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