Despierto con la imprecisa sensación de que hoy es domingo. Y lo es.
En la quietud de mi barrio, cuando el reloj me
indica que faltan quince minutos para las diez, se percibe como innegable la
jornada de descanso.
¿Saben cómo se llama mi barrio? Mi barrio se
llama
Es verano y en el aire, falto del viento
fulgoroso de septiembre, trasuntan los ruidos de la ciudad latente: un auto que
muy a lo lejos aúlla aceleraciones de un mecánico fortuito, y el cachorro que
aletea ladridos, que son respuestas a un niño que es su amo y que ya juega por
la vereda desierta.
Faltan de otro tiempo los sonidos particulares
de una mañana calma. El ronronear del motor de la usina de Martínez, cuando
esta se situaba en el centro de la ciudad y su gruñir se extendía hasta los
confines del entonces pueblo; y la infaltable campana que ese domingo tendría
que haber alertado a las madres -¡faltan quince minutos para la misa de diez!-
la misa de los niños.
En la capilla de
Fue por otros años, cuando se nos acercó a Río
Grande el Padre Prieto Fernández, que una monumental campana llenó de orgullo a
los feligreses de entonces. Nadie advertía que estaba rajada y su inscripción
latina indescifrable para tantos le daba un aura de reliquia y santidad.
Sin campanario en la parroquia se la levantó
sobre una estructura de caños de más de ocho metros en la esquina del patio del
colegio. Allí corría un segundo acólito que –generalmente con el sobrepelliz
puesto- acompañaba con grave y acompasado sonido un ritmo de badajo que
contrariaba a la cantarina voz de las dos campanas que se asomaban en lo alto
del templo.
Límites de la ciudad eran desbordados por su
canto y nosotros apurábamos los pasos para tratar, en todos los casos, de
llegar a tiempo y firmar la asistencia –aun en esos días de vacaciones- ese
pequeño cartoncito que al final nunca nos pedirían al retornar a los libros.
El ritual de las diez se preanunciaba a las
nueve, y encontraba a las once el epígono de una mañana que nos tenía a los
jóvenes de pie. Hasta que en la tarde, precipitando el crepúsculo, imponía con
metálico sonido una advertencia que conseguía restar público a la futbolera
barra del Club San Martín.
Un día que pasó inadvertido, quien sabe al
amparo de los vientos de la primavera, se cayó la campana. Y otro más reciente
silenció quebrando una soga, la cantarina voz de los pequeños bronces de la
parroquia.
Cada tanto vienen a mi los recuerdos de algún
imaginativo catequista que aseguraba la existencia de campanas construidas con
cañones en tributo a la paz, y de un maestro que habló de campanas fundidas por
las guerras de la fe. A veces después de alguna película de sangre y espadas,
la sentimos, y se integraba a nuestro pensamiento el tañido de la pólvora.
Ha pasado ya mucho tiempo entre mi hoy y estos
recuerdos.
La capillita de Chacra adolece de futuro.
La iglesia mayor que se levantó en Fagnano y
Alberdi está esperando las suyas. Más de un despertar de domingo me llevará de
vuelta al territorio abismal de mi infancia, cuando con Dios era todo más
fácil.
Entonces, más por nostalgia que por
Primavera de 1994.
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