El río fluye de una edad a otra y las historias de su gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas y para que el río siga fluyendo.
Milan Kundera.
Siempre le tuve más miedo al cuco que al
diablo. Y en mis primeras confesiones encontré dudas al tener que contestar si
se había tocado, me había dejado tocar o por mi parte toqué. Yo atribuía mis
faltas al gran placer que tenía simplemente en jugar a la mancha venenosa.
La muerte estaba cerca, aunque nunca
alcanzaron a ser los velorios esa fiesta que tanto hadado motivos al folklore y
al humorismo, pero los muertos se velaban en casa, y como las casas eran
pequeñas se pedía prestada la de un compadre, la pensión o el club. Los muertos
llegaban descubiertos a la iglesia donde se echaban responsos en esa lengua
solemne que repetíamos sin conocerla, y envueltos en el vaho del incienso
ascendías con el cántico del Tantum Ergo, o “La paz de lo santos concede a las
almas que en penas y llanto imploran perdón...”
La advertencia de la muerte pretendía limitar
nuestras incursiones invernales que nos llevaban muy lejos, o nuestros paseos
estivales a lo largo de la costa con el riesgo de la marea.
El miedo estaba allí, en los misterios de la
mente de los niños, en el acicate de orden que imponían los mayores, que
supongo que –también a su modo-tendrían miedo.
Por eso hoy voy a escribirles rastreando en mi
memoria sobre mi miedo de niño, ese que también compartían otros de mi edad y
que resultaba terrible cuando salía de la boca de una madre que ante nuestras
travesuras decía:
-¡Me voy a morir!
-¡Ya van a ver cuándo yo les falte..!
Nuestras madres especulaban con su ausencia o
nos atemorizaban con relatos en los cuales el niño desobediente era secuestrado
por los gitanos, aunque secuestrado no era la palabra; esa se asignaba para
casos que habían conmovido a nuestros padres en su juventud, como “El caso
Lindberg” o “Martita Schulz”, aquí lisa
y llanamente se nos decía que nos podían robar.
Pero los gitanos no aparecían nunca en este
pueblo bien provisto de hojalateros, y falto aun de un parque automotor
atrayente. Así que se generalizaba el llamado “Viejo de la bolsa”, que solía
ser algún inocente borrachín, o como decía mi amigo Raúl –aunque él es de otros
suelos- un “changarín” que resumía las depravaciones innombrables.
De conversar con el Petiso Andrade, con un té
frío de por medio, nos acordamos de un poema de Laura Vera, en que manifiesta
sus temores infantiles ante Manguay: “Doce del mediodía/ hora de sopa densa,/
-¡Toma toda la sopa/ que allá viene Manguay/ Y Manguay siempre pasa: / enfundado
en las manchas/ de un perramus eterno,/ botines embarrados/ y algún bulto en el
hombro,/( barba de algunos días/ y cabellos muy cano./ Su gran porte encorvado/
su perdida mirada/ -a veces muy celeste/ y otras casi aguachenta/ pronto me
fascinaron./ Mi viejo de la bolsa:/nunca te tuve miedo,/ ya casi adolescente/
te vi hosco y gruñón./ Un día las comadres proclamaron a coro:/ -que Manguay
era rico,/ que guardaba un millón.../ mirá como vivía/ que italiano... que
inglés.../ Creo que nadie supo tu humanidad escondida/ solo se que cumpliste
muy bien con el papel.
Manguay era solo el marginal que podía asustar
a algunos niños, pero que para los grandes era otra cosa; así lo describió el
Petiso en su libro:
“Recuerdo a Manguay , que después terminó por
vivir en Ushuaia, este hombre tenía una obsesión, no agarraba nunca con la mano
la manija de una puerta, se ponía un guante izquierdo, y cuando lo perdía
escondía la mano en la manga y con ella hacía la agarradera. Una vez pasó por
una casa y viendo un corderito apropiado para su apetito, lo enlazó con una
soga y al pasar frente a la Comisaría –él vivía sobre la playa- lo detuvieron
por ser esa una actitud sospechosa. Manguay no reclamó el corderito,
calladamente reconoció el delito, pero eso sí, exigía que le entreguen la soga
porque: -¡La soguita es mía! Nunca trabajó, cosa que veía la vendía, y parece
que no le faltaban clientes, salía para afuera como zepelinero.
El cuco era un ánima para los más pequeños. El
podía estar en la despensa, a la que nos gustaba tanto meternos para incautar alguna deliciosa provisión que
se reservaba para otro momento. El cuco estaba siempre en la oscuridad. Qué
problema cuando por ser más grandes debíamos salir a hacer nuestras necesidades
al fondo, y el cuco parecía asomarse en la noche sin estrellas o en las
turbulencias ópticas de la escarcha. Y contra él no había remedio.
Muchos padres se esmeraban en que los hijos no
creyeran en estas cosas que después les intranquilizaba el sueño; pero el
aprendizaje se producía de conversar con otros amiguitos que no entraban en
nuestras razones de la misma forma que nosotros entrábamos en sus temores; y
así también, ya más crecidos, aprendíamos con ellos las malas palabras que no
se escuchaban en casa, o su significado, y el laberinto excitante de lo sexual
en el que escasamente se nos orientaba en el hogar.
En resumen: ¡que gran culpa la del otro en eso
de andar metiendo miedo!
Si el médico era un pan de Dios, el enfermero
o practicante era un inquisidor de primer orden al manejar un instrumento de
tortura: la jeringa. Mi mayor miedo se concentraba entonces en la figura de
Pedro Bay, quien además de enfermero era policía, y por ello –si llorabas te
podía llevar preso-; luego continuaba Paleta Saldivia, al que yo por lo flaco
llamaba “Tablita”, y él se reía mientras me aplicaba la intramuscular, mientras
yo temblaba pensando como se vengaría si no le gustaba su nombre; después
estaba Vicente Barría Clausen, quien me impresionaba con su enorme estatura y
unas manos que creía de carnicero. Pero el simple trámite de vacunarnos nos
tenía intranquilos, cuando no llorosos, para burla de los mayores que se creían
faquires en este trámite. Ni que decir de la amenaza representada por el
irrigador o el empacho.
Nuestras madres devotas nos amenazaban con
situaciones concretas de distanciamiento del hogar:
-Si te portás mal, ¡te mandamos a
-Si no estudiás, ¡te irás de comparsa a la
esquila!
La esquila era ingresar antes de tiempo a la
edad adulta, ser tratado en forma grosera, vivir sucio, comer mal, dormir entre
cueros, y volver con mucha plata... pero no para uno, sino para la casa.
Doña Jovita fue de esas, lo envió a a
Guillermo castigado a
Canito, que era un barrabás, no sintió como un
castigo la libertad de andar como gente grande en el mundo de la esquila.
Los miedos llegados a tiempo comenzaba
disiparse pero mientras duraban era el mecanismo psicológico que empleaban los
padres, con más eficacia que el chicote, ese que se colgaba siempre en un lugar
visible.
¡Qué miedo le tenía al chicote! Estaba allí
colgado en la cocina de la pensión. Lo había trenzado uno de los inquilinos en
sus ratos de ocio; hombre de campo, habilidoso para el cuento, que relataba la
ferocidad de loa herramienta de siete patas que ponía en manos de mi madre.
Bueno para el cuento, también, se fue un día sin pagar. Mi madre andaba
intolerante por ello, y alguna minúscula picardía mía estuvo a punto de
inaugurar sobre mi cuerpo al instrumento construido por el prófugo. Otros pibes
de mi edad eran intimidados con el cinturón. Nos contaban que le habían pegado
con la hebilla, o con la mano abierta: como se le pega a una mujer, o aun
niño...
Pero regresemos al conjunto de los miedos
menos contundentes.
Los sermones de los religiosos abundaban tanto
en castigos a los desobedientes, que ingresar a la iglesia cuando no había
nadie era una proeza similar a la de entrar en un cementerio de noche.
Lo santos tapados en
Otro miedo terrible que se despertaba en
nosotros era el miedo a la condena eterna. Nuestros pecados tan difíciles de
evitar nos conducirían al infierno. Y si lográbamos salvarnos seguramente que
allí irían a parar nuestros seres más queridos. Nuestros padres, nuestros tíos,
nuestros abuelos, no tenían para nada aquella conducta santificadora en que nos
embarcábamos entre
Las niñas no aparentaban tener miedos
distintos a los nuestros. Nunca oí hablar de
No era casual que nos metieran miedo con la
policía, ni con los ladrones, era como que ambos podían afectar el mundo de los
adultos, no así el de los pequeños.
Donde si sabíamos del miedo –julepe
directamente- era en el cine. Ni que contar lo que podía pasar en una película
de Drácula, que casi siempre era de las prohibidas por la tremenda carga
erótica que tenía el mordisco en el cuello. Yo era de los que se atemorizaba
con la bruja de Blancanieves, así que imagínense como elegía mi programa
cinematográfico;: preguntando por la calificación que daba la iglesia y que
divulgaba hasta por teléfono el Colegio María Auxiliadora. Pero el miedo
cinematográfico no estaba ligado a la muerte en duelo en el oeste, o en el
frente de batalla, el miedo esencial era del de los muertos que caminan, los
muertos que se levantan, los muertos vivos.
Un buen día, por el sólo hecho que estábamos
creciendo, advertíamos el miedo más terrible, ese que anidaba en el alma de
muchos de nuestros mayores: el miedo a la soledad. Y de la mano de nuestros
impulsos aparecía el miedo al otro sexo, a ese mundo prohibido pro los
convencionalismos, estimulado por los pícaros, ignorado por la infancia...
Foto PsicoActivo.com
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