Estoy recordando una costumbre suya que estaba ligada a su
vida afectiva. Cuándo hacía falta regalarle algo a alguien ella buscaba un
número de lotería y lo entregaba deseando la mejor de las suertes.
Pensaba que tal vez estaba haciendo un regalo cuantioso, que
podía cambiar la vida del destinatario, que lo ayudaría a salir de los
problemas materiales en que podía estar envuelto.
Aunque esto nunca ocurrió así.
Venía de practicar esto en Chile y el obsequio era un vigésimo
de la Polla de Beneficencia, ya en Río Grande adquiría el número a don Antonio
Salfate que era vendedor callejero –no el primero porque hubo otro, que fue
policía, y cuyo nombre no puedo recordar ahora-, y con el tiempo a Guillermo Linstrom
que vendía la suerte desde su kiosko llamado Kioslandía en la plazoleta
enfrentado al Hotel Atlántida.
A veces compraba también un billete para ella, tenía que
tener la terminación 13 –día de nacimiento, número de la suerte- pero no
siempre conseguía así porque la lotería del Chubut, que era la se vendía ahí,
enviaba números diversos, como que estando en el fin del mundo teníamos que
conformarnos con los que se podía conseguir.
Eso de tentar la suerte creció cuando Toty –mi primo- tomó la
representación de la Lotería Chaqueña, en la Imprenta Don Bosco. Allí varias
veces “le pegó en el palo”, como solía decirse a aquellos que estaban cerca de
un billete con un premio importante, aunque no ganara nada. Mi tía Franka sí, y
no sabía cómo cobrarlo, había que viajar al norte y esto lo hizo Francisco
Vukásovic, de alguna manera se lo recompensó por la diligencia, dado que al
regresar –había viajado por vacaciones- cambió de auto.
Mamá decía que los números que no ganaban no debían tirarse,
tuvo una cantidad importante de ellos junto al cofre de sus joyas –una caja de
madera con forma de cabeza de perro- pero todo se perdió el día que un vecino
entró a robar a casa.
Los restantes números no ganadores los tenía guardados, pero
nunca pudimos encontrarlos. Tal vez se perdieron durante el incendio de la casa
ocurrido dos años después de su muerte.
A veces compro una rifa, o alguna otra forma de sorteo, para
regalar, pero nunca nadie me dijo haber ganado con eso.
No habían crecido las ludopatías, las loterías eran sorteos
semanales y los extraordinarios –llamados gordos- se daban para Navidad, Año
Nuevo y más tarde Reyes.
Mamá pensaba que la suerte siempre la tenía otro, y de allí
su desprendimiento.
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