Poco después de ingresar a la escuela comencé a volverme reflexivo
con respecto a lo que era las coas que comía.
Había mudado aquí y un cambio de las costumbres de mesa
formaba parte de la fatalidad que siempre implica toda migración.
Entonces conocí los chinchulines.
Río Grande había crecido al amparo industrial de su
frigorífico y de allí venían estos productos que se podía obtener a título
gratuito, si aceptábamos recogerlos de la canaleta con que eran arrojados al
río, en medio de un fuerte torrente de agua hirviendo.
Los pájaros podían competir con el recolector, aunque después
de unos días de faena hasta la gaviota más glotona, la llamada cocinera,
permanecía inmutable en un lugar cercano sin poder volar dada su panza llena.
Entonces alguien iba llenado un fuentón, que en esa época
eran de lata o algunos mejores enlozados, y después de una manera que no era
percibido por mí llegaban hasta la puerta de servicio de la casa de mis tíos –que
tenían bar, cantina y pensión- y allí procedía a limpiar estas vísceras de cordero producto que no formaba parte de la
comercialización for-export por la que se llevaba delante la matanza de estos
simpáticos animalitos.
Había un lavado bajo el chorro de agua fría, en la cocina no
había otra agua caliente que la que se mantenía en grandes pavas sobre la
cocina de hierro, y posteriormente ya estaban en condiciones de ponerse al
horno.
De cuánto tiempo se tardaba en hacerlos comestibles, no
tengo referencias.
Mis últimas ingestas de chinchulines fueron adquiridos en el
La Anónima de Viedma, y una vez tranzados llevados a la parrilla vernácula, es
decir al chulengo.
¡No había plato más rico!
Los niños éramos los primeros en recibir algo de lo
cocinado, y para eso concurríamos con un plato metálico, cuchillo y tenedor,
cubiertos que se venían acopiando como un regalo que contenían secretamente
algunos paquetes de yerba mate.
Después llegaban los hombres que traían una rebanada de pan,
y los comían de pie, tratando de no mancharse. Mientras las mujeres, que eran
más modositas, se iban sentando a la mesa, entre ellas la cocinera, que dejaba
en manos de las mozas la distribución de la comida, y posteriormente el lavado
y secado de la loza.
(Vengo a recordar que si había una mujer soltera encargada
del lavado, podría aparecer un galán que se le arrimaba para secar prolijamente
cada uno de los platos, con un repasador hecho con bolsa de harina)
¡No había plato más rico que los chinchulines de cordero! Ni
siguiera el estofado de capón.
El maestro Isidro Zapata, hombre de Carilobo en la provincia
de Córdoba, llegó a nuestro pueblo por 1950. El avión aterrizó en la pista
cercana al frigorífico y allí estaba un pariente que trabajaba en el mismo, el
que lo ayudó con su liviana valija de fibra, a la vez que equilibraba su marcha
portando en la otra mano una bolsa de lona que no quiso soltar en ningún
momento.
Cruzaron en bote, después de una corta espera, y desde Punta
Triviño a la escuela, que funcionaba donde hoy está la intendencia, lo hicieron
en un auto alquiler.
Mientras iban hablando del cómo estaba la familia distante,
y como le sería al recién venido la vida en este confín.
Ya en su lugar de destino, donde un agente policial hacía
guarda esperando su llegada con la misión también de entregarle la llave, cosa
que el maestro colgó de un clavo y nunca usó porque no había espacio en Río
Grande para la desconfianza.
En un precario rincón de la escuela estaba la que sería su
casa, sobre la mesa había un pan dentro de su molde de lata de aceite, a su
lado un sifón, y en algún rincón no muy lejano las damajuanas de tinto, clarete
y blanco.
Allí fue cuando luego de encontrar una asadera el anfitrión
saco a relucir los chinchulines que traía en su bolsa, Cargó de leña la
Istilar, y preparó el agua para el mate. Al fin de cuentas, como eran
argentinos, el vino podía esperan y los amargos serían la compañía a la ingesta
chinchulinesca con la que el maestro pensó que no sería tan difícil vivir en
este lugar.
Es que el maestro, igual que yo mucho tiempo después, pensó
que:¡No había plato más rico que los chinchulines!
Con el pariente dejó de verse con frecuencia, pero por
interpósitas personas le llegaba este alimento que Don Isidro compartía con la
gente de su entorno. Entre ellos el Doctor Salvador Serpa, que atendía en la
Asistencia Pública, situada a pocos metros del establecimiento escolar,
siguiendo esa calle que si tenía un nombre nadie lo usaba, y a donde el viento
no parecía llegar por la barranca que la protegía.
El doctor decía que el olor a chinchulines llegaba hasta su
lugar de trabajo, y allí prolijamente vestido, y bamboléandose en su alta estatura, avanzaba llevando para el
encuentro una botella de tinto, que era la un gusto compartido por el director.
No si era un vino sellado en origen, que es como se
denominaba entonces a los mejores vinos, o era uno fraccionado de algún
recipiente más grande, para los cuales había que hacer uso del embudo.
Serpa informaba cada tanto las novedades sobre los
nacimientos, y Zapata ya contabilizaba a ese/a niño/a como un futuro alumno
dentro de cuatro años. Si la cosa seguía como pintaba, tal vez conseguiría en
cargo más para quien quisiera ejercer junto a él en la tarea de impartir
conocimientos y valores.
Las imagenses son tomadas de la red.
1 comentario:
Así es Mingo una vez más en lo cierto,...no recuerdo haber visto que tiraran los chinculines por el desaguadero, pero eso es otra historia,..lo que si recuerdo como los hacía mamá,..y yo los hago igual,..específicamente a los chinchulines de vaca, no a los de cordero,...se les saca lo que se puede de la grasa del costado,..después de lavarlos,...en una fuente los pones a adobar unas 3 horas,...ponerle sal gruesa a gusto,..vinagre y limón,...ajo picado,..romero y un poco de pimienta negra recién triturada,..cocinalo a la.parrilla 40 min. Y adentro mi alma..vino blanco.......disfrútalo...un abrazo
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