Salteño. Había
llamado un taxi y mientras escuchaba en la pc un registro de Guillermo Ink, con
su espectacularidad en los teclados y una voz que me parecía y no me parecía de
Leda Soto. El tema es Río Grande de Alberto Baliño, composición a la que dio el
ritmo de chorrillera que junto al kahani son las dos formas que impuso Hugo
Giménez Agüero para construir su identidad patagónica. La chorrillera es una
suerte de cumbia con percusión, y en mi andar por la casa vistiéndome para
salir la iba bailando como cumbia. Y por, su puesto, debía encontrar compañía
con lo que iba enseñando a mi bastón nuevo mi temprana locura de ese día. Sonó
la bocina del auto y así salimos, el chofer me recordó que hacía mucho que no
me venía a buscar, y me preguntó si estaba mejor. Y le había dado mi destino, él
pensaba que estaba saliendo para El Roca pero fuimos para otra parte, y
mientras tanto se escuchaba una cumbia a un volumen muy alto. Cuando empezamos
a conversar le pedí que baje la radio –tal vez no fuera una emisora- ¿tendría
cassette? Y él directamente la puso en cero. Entonces yo le conté como ha
crecido la vida musical en la ciudad, que venía repentinamente un grupo de Rock
católico y hoy peregrinarían los fans para conseguir entrada en La Casa de la
Cultura. Agregando que hay músicos locales que integran las Orquesta Municipal
Kayen, y los que se desenvuelven como solistas, que han realizado excelentes
presentaciones de ritmos tropicales, y otros ritmos. El salteño me dijo que se
pasa el día sentado en el taxi de aquí para allá, que cada vez debe andar más
para redondear un suelto, y que no le queda tiempo a la noche para salir a
divertirse. Pero me señaló que cuando vuelve a su provincia, que cada vez es
menos, disfruta del clima festivalero que se respira mañana, tarde y noche.
Pero preguntó dónde estacionaba, y había espacio con lo que nos despedimos
hasta un encuentro que será próximo porque siempre llamo al mismo número y casi
siempre a la misma hora.
Salteña. Si había
tanto lugar para estacionar es porque la dependencia municipal no atendía en
toda la semana. Si bien no lo decía pensé que en mucho tendría que ver la
realización de un curso sobre prevención del suicidio que colmaba de
interesados al gimnasio Miguel Bounicelli. Así que violín en bolsa me enfrenté
al sol que en se momento iluminaba y calentaba la vereda. Al llegar a la
esquina volví a elegir vereda primaveral siempre con el bastón que me trajera
Carina Calisto. Es de fabricación china, pero comprado en Chile. Tiene una
inscripción que desconozco lo que dice. Y justo me encontré con Teresita, que
presidió el Club de Taichi, hablamos de esa actividad que atrapaba a mi difunta
esposa, y a mí me diera vitalidad por 19 años. Pero no se me ocurrió
preguntarle sobre que dice el bastón. Para eso ya estaba llegando a una esquina
y al otro lado se encontraba una mujer morena con un bastón blanco. La vi con dificultades para
cruzar la calle y es que había un vehículo estacionado para entorpecer las
maniobras que a ciegas venía haciendo esta mujer. Me pidió tomar mi brazo, se
lo ofrecí y ella simplemente depositó su mano. Con esa levedad fuimos caminando
a su destino, una farmacia en Perito Moreno. Melisa, ese es su nombre, me contó
que hace diez años que ha salido de su provincia, a disgusto de su mamá, y que
se está desenvolviendo caminando por un Río Grande que conoce como la palma de
la mano. Aquí hay una mercería me dice. Más allá la rotisería. Sale a hacer los
mandados, no se las arregla en un supermercado donde hay que elegir en las
góndolas, pero tal vez ya la conozcan y acompañen en la tarea. Ahora las
aplicaciones del celular ayudan enormemente en mejor el desenvolvimiento de un
ciego en estos últimos tiempos. Yo también tuve algo que decir, parecía que
nunca había oído hablar de mí, y yo nunca la había visto, pero le pedí en un
momento de disminuyera la velocidad de su marcha porque era un anciano que caminaba
con dificultad. Yo pensé que por alguna capacidad desarrolla en ella para ver
si ver sabría lo de mi bastón. Me contó que con la gran ayuda de una
computadora a terminado estudios de enfermería, y ahora da capacitaciones sobre
la atención de personas como ellas, que no son impedidos porque solo carecen de
visión, cosa que ella experimentó desde su nacimiento. Y no que es no vidente,
es ciega. Le dije que mi destino final era Los Yaganes donde iría a llevar
algunos libros para que siga funcionando la biblioteca circulante, le expliqué
de qué se trataba y me dijo que tal vez llevara alguno de los que tiene en
braille. Nos estábamos pasando de largo en la farmacia, y ella fue la que se dio
cuenta, cuando encaró a su destino sabía perfectamente bien las dificultades
que le presentaba el acceso al establecimiento, es decir rampas y escalones.
Melisa tiene un compañero que trabaja en Córdoba viniendo a verla de tanto en
tanto, y una hija de 18 años.
Tucumana. Eran
dos mujeres con su exhibidor de publicaciones religiosas paradas sumamente
abrigadas en un lado sombrío de la vereda. Me pregunté si alguna de ellas sería
también salteña, como mis interlocutores anteriores. La respuesta fue que una
de ellas era santigueña y la otra tucumana. Les pregunté si hace mucho están en
Río Grande, la primera me dijo tres años, la segunda toda su vida: era la hija
de Juan mi compañero en la radio de los primeros años, Juan al que llamábamos
Timoteo, y fue operador, locutor y encargado de filial. A Luciana, la hija
quinta de Juan y Eva la había visto de pequeña cada vez. Hablamos de cosas
relacionadas a su confesión religiosa. De la Tato que terminó por irse con su
prédica a El Bolsón, de Nicolai que por odontólogo es el relaciona con los
médicos cuando intenta que a uno de sus feligreses le transfundan sangre, de
Omar que tiene ahora más de 60 años, pero que cuando que tenía 18 debió hacer
el servicio militar y presentó objeciones de conciencia sin efecto positivo,
con lo que permaneció más de un año preso. Eran los días de la dictadura. Las
miraba a las chicas, con sus despertares y sus atalayas, y trataba de darme
cuenta que no eran ciegas como Melisa que parecía mucho más dueñas de la calle
que lo que parecían las promotoras de Jehová.
Gutiérrez. Como he puesto nuevamente su función
periodística, después de seis años de inactividad por motivos jubilatorios,
encontré mi grabador digital pero no el cable que permite sus descargas en la
computadora. Esta era la tercera salida en su búsqueda. En la primera me
encontré con que ya no estaban más en la calle Rivadavia por proveedores de
estos accesorios. Que se habían trasladado a San Martín y Piedra Buena, aunque seguían
llevando el nombre de Bernardino González. En la segunda salida me trajeron lo
que serviría pero el largo del cable era de un metro, entonces le pedí que me
consiguieran algo más apropiado como entrar junto a la máquina en una pequeña
mochilita de tela de avión. La chica que me atendía me dijo que volviera a la
tarde que ya habrían solucionado el problema. Me preguntó mi nombre, y yo le dí
mi apellido, se rió: ella también es de apellido Gutiérrez. Como que la tercera
es la vencida estaba en esta primera salida con bastón nuevo volviendo a
encontrarme con mi tocaya que había cumplido con su promesa. Una transacción
por mil quinientos pesos que me pareció barata, confundido que estamos todos en
esta economía aplastante. Gutiérrez es de Curuzú Cuatiá y la trajeron de
chiquita, pero sigue manteniendo vínculos con su nacencia. Con eso hablamos de
músicos de su lugar, de Abel Larosa Cuevas entre otros, y ella entonó un
chamamé. Y yo le conté que una figura importante de la historia reciente de Río
Grande, el comandante Robacio –del cual ella había oído hablar- era también de
sus pagos. Me alejé del negocio pensando cuanto de ese cablerío llega uno a
utilizar en nuestra vida contemporánea. Iba cantando el chamamé que sabía de
memoria, de tanto escucharlo por la radio., Evidentemente.
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