La civilización en la Tierra del Fuego (*) .

 


Una raza antiquísima.

Según refiere W.S.Barclay en la Wintheen Century hay en el extremo sur de América, al otro lado del Estrecho de Magallanes,  una raza antiquísima, la raza de los Onas, últimos restos de los pueblos aborígenes de aquel rincón del mundo.

Raza vigorosa y de elevada estatura, apasionada por todo viril ejercicio de fuerza o agilidad, la raza de los Onas, entre los pueblos los que llamamos salvajes, constituye uno de los ejemplares más interesantes de sencillez y pureza de costumbres, sobrios y severos consigo mismos jamás se ha conseguido que uno de ellos probase una vez sola siquiera por excepción una gota de alcohol o de otro líquido compuesto, su única bebida es el agua pura; su alimento casi exclusivo, la carne de guanaco, carne correosa e insípida, como propósito para aquella raza frugal y fuerte; las mujeres cuidan de la casa y de los niños; los varones pasan el tiempo en práctica de toda clase de juegos atléticos y en el ejercicio de la caza del guanaco, que constituye su ocupación más fructífera.

Su existencia bajo todo concepto constituye un modelo de costumbres patriarcales; los hombres se esfuerzan constantemente en familiarizarse con la vida al aire libre en todas estaciones; se aplican a saber imponerse todo género de privaciones y fatigas, a vestirse con el menor abrigo posible y a ser hábiles en la lucha, la carrera y el manejo del arco. En los primeros años de la juventud todos ellos sufren una serie de rigurosas pruebas, como son prolongados ayunos, difíciles carreras y especialmente el aislamiento absoluto y por largo tiempo en la espesura de los bosques para que se familiaricen con la soledad y aprendan a liberarse por sí mismo de los distintos peligro que puedan asaltarles en la vida, y únicamente a condición de salir victoriosos en todas estas pruebas, se les permite que más tarde puedan tomar mujer y constituir familia.

Llegado a este caso el Ona recorre las distintas tribus en busca de la que ha de ser compañera de su vida; y una vez que encuentra la mujer que lo acepta por esposo vuelve con ella a la casa de sus padres; pero sin que en ningún caso aporte la mujer dote ni objeto alguno a la tribu de su marido, por manera que este ha de amarla forzosamente y siempre por si misma. Tal vez o, mejor decir, tal fue la dichosa existencia de los Onas hasta hace unos diez años; más desde entonces algunos ganaderos ingleses y austríacos establecidos en las vecinas costas de la Patagonia fijaron sus miradas ambiciosas en los extensos pastos que cubrían el suelo de la Tierra del Fuego propiamente dicha y los llegada de los huéspedes “civilizados” señaló el comienzo de las destrucción, o para decirlo más exactamente, del asesinato sistemático de aquella raza tan interesante siempre y tan desgraciada hoy día.

En un principio, los colonos nuevos, atentos a evitar la concurrencia en el disfrute de los pastos hacían los guanacos o carneros salvajes a sus carneros “civilizados” se dedicaron a exterminar a aquellos por todos los procedimientos imaginables pero bien pronto encontraron el medio de extender a los hombres con la misma regla adoptada para con las bestias.

Los infelices onas privados con la destrucción de los guanacos de su principal, por no decir único, alimento hubieron de recurrir alguna que otra vez al hurto de carneros para no morirse de hambre y bastó este pretexto a los ganaderos ingleses para decretar el exterminio de los onas, como antes habían decretado la muerte de los guanacos para hacer más fácil y regalonas la vida de sus carneros.

La manera como procedieron en el asunto es tan infame como fue hipócrita en un principio para lograr sus intentos, empezaron los ganaderos por contratar al efecto una pandilla de desalmados, ofreciendo a estos una libra esterlina por cada arco del guerrero ona que presentasen y claro está que ni uno ni otros ignoraban que no es posible arrancar el arco de las manos de un ona sin quitarle antes la vida: pero se dio el caso de que los susodichos aventureros no por humanidad ni altruismo, sino por instinto de explotación y engaño se dedicaron preferentemente a la fabricación y arcos falsificados antes que a la caza de onas armados de arcos, y fue preciso cambiar muy pronto de sistema.

Desde entonces los ganaderos ofrecieron, una libra esterlina, no por cada arco sino por cada cabellera presentada a usanza de lo que hacían los guerreros indios en ciertas tribus (es decir por cada cabellera arrancada junto con el cuero de la cabeza como prueba de la muerte de un enemigo): pero los aprovechados cazadores hallaron también el nuevo medio de engañarles y recurriendo a la crueldad de arrancar a los infelices onas las cabellera en vida y en dos o más períodos distintos con objeto de multiplicar más por este medio las gratificaciones ofrecidas y al cabo fue indispensable que unos y otros se quitasen la máscara estipulando que solo que se pagará un tanto convenido por una cabeza entera.

W.S. Barclay clama contra esas infamias; más el de temer su generosa campaña resulta estéril.

Las Tierra del Fuego país poco poblado y dependiente de un modo más o menos efectivo de la soberanía mancomunada de Chile y la República Argentina se presentan por estas misma razones abusos de todo género que fácilmente lograr la impunidad merced al mutuo recelo con que se miran los dos gobiernos soberanos, y cuando el clamor generoso de los hombres compasivos llegue a sus oídos, si es que algún día llega, es ya muy de temer que sea tarde.

 

Los infelices onas que 1890 eran unos dos mil, apenas actualmente la cuarta parte de esta cifra: un solo monstruo llamado Sam Hesslop se jacta de haber cobrado en menos de cinco años 500 de sus cabezas.

De las tres razas que poblaron en otros tiempos aquel extremo del continente americano, solo quedan en la actualidad escasos vestigios; los Yagbans –habitantes del Cabo de Hornos, de los que dijo Darwin que ocupaban el último peldaño de la humanidad y en cuyo dictamen se incluyeron indebidamente las otras dos razas del archipiélago- han desparecido casi totalmente en menos de treinta años víctimas del alcoholismo y otros vicios que copiaron de los hombres civilizados, los Alccafuis, arrinconados al oeste, en el punto más pobre y apartado, siguen lentamente el mismo camino y apenas llegan al millar, y por fin, los Onas, los nobles Onas cazados como fieras, claman en vano por una mano que los ampare, por una mano generosa que les salve la vida, aunque los reduzca a la condición de los esclavos.

(*) Agradecemos a Antonio Perich que nos envió estas páginas con tan importante testimonio, extractadas el periódico español EL COMERCIO del 10 de septiembre de 1904.

Y también Thomas Exequiel Lara Zalazar quien oficio de secretario en la transcripción de estos escritos.


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