Miguelito quedó de espaldas sobre la mesa. Continuaba quejoso, dolorido, semidesnudo. Un cabo de perejil, untado en aceite tibio penetro en su ano. Hubo una mutación fisiológica en su pequeño cuerpo. Al evacuar lo hizo estruendosamente, su llanto pasó a ser sólo un suspiro.
Miguelito tiene hoy los años para ser un
soldado. El momento que hoy recuerdo puede llegar a molestarlo. Pero fue así,
como lo digo. En manos de su madre y de su abuela, con el recurso de la
medicina popular se aliviaron los trastornos que no habían permitido que
conciliara sueño, él y los suyos, durante toda una noche.
La medicina popular se ha desarrollado en este
río. Confluyeron aquí costumbres y creencias, experiencias al fin provenientes
de múltiples geografías, de disímiles identidades humanas. Y hubo una medicina
popular destinada a los hombres en general, a las mujeres en particular, siendo
los niños los que mayor caudal de prácticas han concentrado.
Lejos de pensar en ir al médico, las madres,
las tías, las comadres tenían respuestas terapéuticas e higiénicas para
múltiples trances dolorosos de la infancia.
Te paspaste la cola, hay muchos productos de
farmacia, pero pocos tan eficaces como el polvo de la yerba mate. Hay que
cortar los gases, ¡que mejor que el agua de apio!, ese que crece silvestre por
los patios..
El nene comienza a caminar, hay que fortalecer
las piernas. El alimento ideal –el tónico- era agua de porotos recalentada o el
jugo de churrasco prensado.
Un golpe en el ojo –en tinta o en compota- se
curaba con una churrasco a modo de compresa; un chichón perdía volumen bajo una
moneda de un peso. La vacuna debía brotar: ¡que otro te mée el brazo! Si el
dolor fuerte era de oído, varios eran los recursos. El primero y preventivo
hubiera sido lavárselos más seguido, después se insistía con gotas de agua
oxigenada que perforaban el cerumen acumulado; o bien con un diario armado a
modo de cucurucho, se lo introducía en el oído y se le prendía de la otra
punta, consiguiendo –así se aseguraba- “quemar el mal”.
Para la dentición primera, una friega de ajos
en la encía, para la despedida de los de leche: el piolín y la puerta en una
particular ruleta rusa.
Llegaba una eruptiva y ya se sabía qué hacer
para que no quedaran marcas, si no se trataba de viruela –por supuesto-, para
ello se envolvía la lamparita con un cambucho de papel, y se cerraban hasta el
hermetismo de luz todas las ventanas.
Si tenías paperas y eras un niño, si tenía
rubéola y eras mujercita; ya se planificaban visita de otros chicos dispuestos
a contagiarse, antes que fueran mayores, ¡y hasta te traían regalos pro el
favor que les hacían! Eso sí, nunca se explicaba el por qué de este desatino.
Un té de manzanilla, sacada del patio o la
vereda, calmaba los dolores de panza. La hierbabuena, criada al costado de la
casa, y a la que muchos también llamaban menta, servía para una infusión
digestiva y a la vez perfumaba la ropa. El zapatito de la virgen, en su
sustancia blanca, tenía la medicina que impediría al ser grande que se cayera
el pelo, si se acompañaba la ingestión con la oración correspondiente a
La irritación en los ojos, la basurita que
trajo el viento, se curaba con un baño de té frío. Se llenaba una copa, con él
se cercaba el ojo, y al inclinar la cabeza hacia atrás se abría el órgano en
cuestión, y se comenzaba a parpadear mirando del mundo de extraño color hasta
que no se aguantaba más, o se sentía uno un poco mejor.
Pero siempre era mejor el prevenir que el
curar, el pelo bien corto no sabe de piojos, el cogote fregado con jabón blanco
tonifica los músculos, una buena purga moviliza el intestino y renueva el
metabolismo.
El lenguaje de las madres tenía mucho de
folletín, algo de herencia curanderil, de consejos mal oídos de los pocos
médicos que habían al alcance, de la natural desconfianza en los demás y la
creencia de autosuficiencia que siempre han tenido.
Así se daban terapias especiales para el mal
de ojo y el empacho. Me han contado que en su tiempo el hospital era visitado
para que una de las cocineras aplicara su eficaz terapia del tirado del
cuerito. En tanto que “la señora del Gas” inauguró en mí la medida con la cinta
métrica de la costura, previas persignaciones en tres casos; ella acompañaba el
diagnóstico con una terapéutica diferenciada cuando rociando un pedazo grande
de algodón, prendiéndolo luego, y sofocándolo casi de inmediato formaba con l
una cataplasma que en pecho y espalda ,e despojaba de las inapetencias y
decaimientos. Con el tiempo vi tomar medidas en el estómago y en el hígado, con
corbatas, cintas de colores o un simple hilo.
Volviendo a la tirada del cuerito, se procedía
a sobar primero el lomo del paciente con ceniza, y luego del gas la maicena fue eficaz para el pre-operativo.
Pañitos calientes, pañitos fríos, tenían
múltiples propiedades. Los primeros con metolhatum o vic vaporum, en las
sudoraciones indispensables ante cada gripe ; los segundos para aplacar al
calenturiento en casas donde no se conocía lo que era una ducha. Para la tos el
mejor de los remedios; jarabe de cebolla (cortada en juliana en plato enlozado,
azúcar abundante vertida sobre ella, un poquito de agua, la mezcla se hacía
sola y el jarabe era reclamado como una golosina).
Supe de las cataplasmas, las recuerdo
hediondas, y según se me dijo las hubo en pis de gato o de agua bendita. Pero
eso sería ingresar en el terreno de “las ciencias ocultas en la ciudad de Río
Grande”, y lo que hoy rastreamos es lo popular, lo siempre a la vista.
Del mal de ojo me estaba olvidando. Estaban
los que hacían la prueba del huevo en el plato, también las que leían el nombre
y con eso alcanzaba. Secretos que sólo se transmitían entre mujeres algunas
noches muy especiales: Las de San Juan, la que precede al Viernes Santo, o la
que va de Todos los Santos a los Fieles Difuntos. El tratamiento preventivo
pasaba por el adorno de coral, o la cinta roja cuando el niño era de mirada
débil.
Los chicos de antes teníamos nuestras velas
características, ora blancas, ora verdes, ora amarillas: nariz seca no parecía
ser síntoma de salud. Las caritas se amanzanaban en el viento y el frío -¡dónde
se iba a jugar si no era en la calle!- manchas blancas anunciaban las amebas,
el nerviosismo y las manos en la cola pruritos mayores. Para eso nada mejor que
el médico, aunque había yuyos de farmacia de resultados eficaces.
Cuando entraban los parásitos la higiene
familiar se hacía ver; a cada uno su servilleta, su pañuelo, su toalla; y sobre
la estufa hervían continuamente fuentones con la ropa que ya fue usada.
Llegaba el invierno y los efectos del frío que
nos devolvía entumecidos a nuestras casas, se reparaban fregándonoslas manos
con nieve hasta enrojecerlas en una eficaz manera de activar la circulación,
calentándonos los pies con igual procedimiento, pero con alcohol, estando ya
adentro y lejos del fuego.
Un día te ibas haciendo grande y te llenabas
de granos. Entonces la receta socarrona de algunos mayores representaba una
terapia que el deseo no siempre conseguía ejecutar de inmediato.
Pero las madres, más recalcitrantes, insistían
primordialmente en eso de una buena purga, con lo que nos despedimos hoy con
una anécdota:
Año 1955. El joven de 15 años es embarcado en
una localidad patagónica con destino a
En la foto.Mujer midiendo el empacho.
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