HOJAS DE VIDA. Braulio Maldonado. ¡Gente laboriosa se necesita en el planeta tierra!

Lo visitamos en su lugar de trabajo hacía ya 32 años.

Primero había sido para Berlín, después para Raful, y finalmente como puesto 21 de Estancia San Julio.

Formaba parte de inventario del establecimiento y aquella mañana al acercarnos en el Niva se iba sintiendo cada vez más fuerte el ruido de una motosierra. Raúl Bolonia se había acercado del casco con la intención de ir cortándole en tacos la leña que le serviría para cuando llegara el invierno.

Más tarde llegó, tenía un par de horas para atendernos y después volvería a trabajar: -¡Tenemos miles de años para descansar, para que vamos a descansar ahora!

La noticia tardó en llegarme algo más de un año, un paisano llegó a colocar un mensaje a la radio, y conversaba y conversaba, no se quería ir, entonces recordó que quien quería conocerme era el hombre que había construido mi cuna.

¡Mi cuna! Celeste, siempre bien pintada, esmero de mi padre, que no se pudo traer cuando encaramos el regreso a Tierra del Fuego. Mi cuna.., que por otra parte ya me había quedado chica y solo era el receptáculo para que desde allí, tras los barrotes, observaran Pancho Mono y Marilú. El primero usaba una camiseta del Colo Colo, y era de paño marrón, la segunda era rubia, de paño lency,  tenía colores argentinos y bajo su amplia pollera podía encerrar el camisón de mi madre.

La cuna quedó para el nieto de una tía que constituía la primera escala en el relevo generacional de muchas cosas dispersas en las distintas casas de la familia, pero antes de darle ese destino se le sacaron las rueditas metálicas, esféricas de bronce y acero. Las que por muchos años permanecieron en los cajones de la Singer.

Era hora de la merienda, y mientras hablábamos y hablábamos, preparara para acompañar el café con leche seis huevos fritos por persona.

A la mesa se sumó el capataz, después de desensillarle el caballo al puestero, poniendo en evidencia que el que mandaba no era el jefe, sino el que había enseñado la mayor parte de lo que sabía al muchachito.

Los caballos eran propiedad del establecimiento, con anterioridad Braulio había conseguido sumar 18 cabalgaduras a su patrimonio, pero en una urgencia para adelantar la tarea de terminar la casa para la familia en el pueblo terminó vendiéndoselo en lote a Elías Tomas.

-¡Gente laboriosa se necesita en el planeta tierra!

Esa misión es la que se había impuesto desde su llegada de Chile el 28 de septiembre de 1941.

Unos días nomás se alojó de pensionista en casa de Filomena Chacón, la Torera, allí lo fueron a buscar para sumarse a una esquila de ojos, más tarde trabajó con bueyes.

Allí llegado peludeando esperando el momento en que se iniciaran las actividades del campo y de ese tiempo conservaba memoria sobre, Néstor Mansilla, con quien no era ni pariente ni paisano, Julio Cesar, Juan Guerrero, los nombres de los que se fueron quedando. Entre ellos Coyuya Soto, el tío de la Leda, recordando también a la Leda misma a la que de pequeña había tenido en sus brazos.

Había nacido en Tenaún, el 8 de junio de 1932, el día de San Cipiriano y se sentía contagiado de la tradición de ese hombre dedicado a los “artes” pero sobre el cual algún antecedente posó para que se lo sacara del santoral católico. No obstante ello Braulio le prendía velas el día de su cumpleaños como una manda indispensable.

Su puesto estaba ordenados, la cama tenía frazadas y quillango, sábanas y almohadas como para armar comodidades para un pasajero.

Ordenadamente, pero vaya a saber bajo qué criterio, se veían publicaciones de las más diversas.

Y daba pruebas de haberlas leído a todas.

Contaba detalles de la batallas de Ardenas, del desembarco de Normandía, y cuando le pregunté donde había aprendido todo eso me señaló que todo se lo debía a la radio, donde siguió la transmisión radial de todo lo que iba pasando.

Tenía una forma de hablar española, tal vez remedo de los locutores de las ondas cortas, y hacía continuas invocaciones a Jeová, como si estuviera en un reciente proceso de conversión.

Entonces comenzó a tomarme exámen: Qué si sabía el porqué nuestro país se llamaba Argentina.

Que quienes habían sido los grandes tokis araucanos. Explicándole al toque lo que yo sabía de Caupolicán, Lautaro, Galvanino. Hizo silencio mientras el viento comenzaba a arreciar como pidiéndome que me fuera. –¿Pero usted no sabe nada de Michimalongo?  Me interpeló mencionando mi título: -¡Profesor!

Y allí comenzó a dar cuentas de ese ancestral prócer trasandino. Era la primera vez que sabía de él.

Ahora que he venido a recordarlo me apoyo en internet para volver a escucharlo, todo lo que he estado leyendo ya lo sabía por él, en sus mínimos detalles, y pensé cuanto habría disfrutado si  habría llegado a conocer estas modernas tecnologías.



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