HOJAS DE VIDA: Antonio CAMBÁ Figueroa: Sus primeros años fueguinos.

 


El personaje al que mostramos aquí bailando el pericón en una fiesta “Esperando el 25” tuvo un nacer correntino, en Mercedes, hasta que el servicio militar lo trajo a este sur.

No había gozado de mayor instrucción si bien se lo había educado en el respeto, su aprendizaje formal era escaso, era del campo y debía servir para el campo.

Tierra del Fuego fue un escenario de sorpresas desde el momento en que lo embarcaron junto a un millar de otros jóvenes de distintos puntos del país y lo dejaron en Ushuaia, a cumplir con sus obligaciones.

Sería un infante de marina, en una de las compañías del Bim 5, pero sin llegar nunca a Río Grande, lugar que les quedaba muy lejos.

Eso fue en 1957. Cambá era minucioso en recordar las fecha de todo este andar que lo dejó tan lejos de casa.

De esta experiencia en la capital fueguina aparecen los días en que debió participar de la custodia de los presos peronistas que llegaron después del golpe del 55. Recuerda que ha Guillermo Patricio Kelly le habían preparado una suerte de departamento, donde gozaba de no estar expuesto a las inclemencias de la intemperie austral.

De curioso aprendió  esquiar, y con  los pocos francos que tenía conoció el poblado y se fue volviendo vivaracho. Y así pasaron dos años y cuatro meses de su juventud.

Cuando terminó su servicio le vino un ofrecimiento: como era de a caballo podría ser un bueno policía, y así se alistó para serlo. No habían mucho trabajo, algunos alborotos cuando la gente se pasaba de copas, era cosa de llevarlos al calabozo y al otro día –casi todos eran clientes consuetudinarios- cada uno sabía lo que tenía hacer: cebar mate a los uniformados, limpiar a los escasos vehículos de la jefatura. No eran malvivientes, simplemente contraventores.

Pero no tardía en recibir un destino en el corazón de la isla: en el Lago Khami. Allí eran cuatro, porque el jefe estaba en un proceso, y de esa antigua comisaría, hoy convertida en museo, dependía el único agente que controlaba San Pueblo. Era el tiempo de los destacamentos.

El que mandaba era el comisario Cima, que andaba siempre en chancletas.

El que de sus ahorros había conseguido media docena de cabalgaduras cruzó con ellas la cordillera, y más tarde la enriqueció llegando a tener unos quince.

En ese ámbito rural las cosas se complicaban cuando en un establecimiento entraba el licor y con eso había alguna riña, y algún herido.

Allí tenía cerca a algunos de los antiguos fueguinos: Lola, y el viejo Jack, Santiago Rupatini. Entre los cristianos Tardón de La Porfiada, doña Elena en casa de Leguizamón donde se arrimaba a la muchachada del lugar que trabajaba en la fábrica de maderas industrializadas.

De a poco fue aprendiendo del leer y el escribir algo más de conocimiento de lo que había traído. Y un día supo que existía la posibilidad de hacer un curso de bombero en la Policía Federal. Pidió ayuda para diligenciar la solicitud, en Khami no tenían máquina de escribir, y se quedó esperando la respuesta. Mientras se perfeccionaba como ejecutante de la armónica, instrumento que había comprado en Punta María, y con la cual remedaba la música que entraba por LU 12 de Río Gallegos. Como buen tropero era silbador, y de allí nació el músico que había llevado adentro.

Y un día supo del concurso y se sintió ganador. Y por Buenos Aires se fue haciendo bombero. Lo teórico lo desbordaba. Lo práctico lo apasionaba. La guardia era un conjunto de sorpresas. Un incendio en el puerto comenzó un día a la mañana y terminó a las ocho de las tardes del siguiente. Entre 150 aspirantes salió tercero en la práctica, y entre el 15 o 16 por lo de lectura y escritura.

El curso había sido entre el 3 de febrero y el 30 de agosto del 62. Había llegado como cabo primero de la policía, al año siguiente lo tendríamos por primer vez en Río Grande, un lugar donde la vida se le pintó de todos los colores, y donde llegó a ser ¡karateca!

-“Yo no soy mosca para andar detrás de nadie!, me dijo un día en que conversamos sobre la vida en su casa de la calle Patagonia. Su decir era un compendio de sabidurías camperas, y nunca profería insulto alguno. Recordaba a su padre, lamentando su batalla perdida con el alcohol. Y a su madre, de la cual nunca se dejó cebar un mate, y la que fue de invalorable ayuda cuando las desavenencias matrimoniales lo dejaron sin mujer, y fue llevando a sus niños allá lejos, para ser criados por sus mayores.

 

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